Por: Gladys Zamudio
Tobar
Siempre quise averiguar exactamente dónde era la casa de
Miguel. Tenía un lejano recuerdo cuando todo este barrio, Caldas, era un mangón;
solamente lo habitaban árboles y lo atravesaba el río Puente Palma que ahora
está lleno de aguas residuales.
Hace pocos días me senté en una tienda, cercana al lugar
donde vivía 50 años atrás mi amigo. Éramos muy chicos; estábamos en la
educación primaria. Mientras observaba el sitio, pedí una cerveza. Eran
aproximadamente las 8 de la noche e intentaba organizar mentalmente los
espacios. Quería volver a ver a Miguel.
Cuando bebía la segunda cerveza, entró un hombre delgado,
medía más o menos 1,90 de altura, un poco desgarbado, con una mirada intensa y
nariz prominente; tenía grasa en su vestuario y, pese a ello, conservaba una
elegancia que quedó grabada en sus gestos y posturas. Tal vez dejó atrás una
vida llena de abundancia y comodidad.
El hombre se sentó y cruzó sus largas piernas; bebió el
primer sorbo y me saludó. Me dijo ¡buenas,
vecino! Por supuesto, yo le respondí y esto dio apertura a una charla de
dos horas aproximadamente. En medio de las múltiples anécdotas e historias de
rebeldía de su adolescencia, aproveché para preguntarle si conocía a Miguel y
le narré cuánto había trasegado en este barrio cuando apenas había unas casas
incrustadas en la mitad del monte.
Este señor, después de haberme contado toda su vida, efectivamente
jugosa, se presentó mi nombre es Alfredo.
Al entrar en el calor de la tercera cerveza, le planteé mi inquietud de
buscar a Miguel, entonces inició la historia del barrio, los apellidos de las
familias, los nombres de los niños con quienes jugaba ¡en fin! Hasta que llegó
a la familia Taborda. Ese era el apellido de mi amigo.
¿Qué sabe usted de él?
¿dónde está? Le pregunté con afán e impaciencia. Alfredo elevó su largo
brazo para señalar una casa en la esquina y me dijo usted ve esa casa donde venden fritanga, ahí viven ellos todavía, pero
Miguel murió muy joven. Sentí un frío en el cuerpo como si estuviera viendo
a mi amigo muerto en ese instante. ¿Cómo
así? ¿está seguro? Interrogué, esperando que me dijera que lo había
confundido. Nos despedimos al rato, pero me quedó la duda.
Yo tenía unas fotos con Miguel en el colegio. Si era verdad
que había muerto, de todas maneras quisiera dárselas a alguien de la familia.
Tal vez no las valoraría como yo. Quizá ya no lo recordarían.
Una semana después pasaba por la casa que me había mostrado
Alfredo –como lo hago todos los días- pero, al ver a una mujer en la puerta,
barriendo detalladamente cada centímetro de su acera, no resistí y me acerqué
con la intención de contarle quién era yo y a preguntarle qué había sucedido
con Miguel.
La mujer era de unos 50 años,
ojos color pardo, su cabello era prieto, tinturado de rubio y su tez trigueña.
La saludé y respondió ¡días! sin
mirar a quién se había dirigido, tampoco hizo ningún esfuerzo por confirmar de
quién se trataba, pero yo, insistente, me acerqué un poco más. Ella levantó la
cabeza, me miró con desconfianza y de sus labios salió una voz decidida y un imponente
¡a la orden! Me presenté y le comencé
a contar quién era yo y le hablé de mi amistad con Miguel; también le dije que
me contaron que él había muerto joven. ¡Muerto
no! Él no estaba enfermo. A él lo mataron. Aclaró con un poco de rabia.
Ella era la hermana de Miguel, me
contó, y siguió diciendo: muy joven para
morir. Miguel no merecía eso. Se enamoró de una muchacha. Estaban enamorados y
al papá no le caía bien él. Como ese viejo tenía plata, lo mandó a matar, pero
no se pudo demostrar nada. Quedé estupefacto. No podía dejar de mirarla a
los ojos. Ella entró en detalles y contó cuánto lo extrañaban esto nunca termina dijo con lágrimas
contenidas. La vi tan triste que venían recuerdos de ese niño con el que
caminábamos desde el colegio San Bosco, con quien jugaba y a quien le contaba
mis travesuras.
Me despedí con algunas lágrimas y
le prometí llevarle las fotos donde estábamos. En el camino a casa pensé que
hubiese sido mejor haber conservado el recuerdo de mi amigo vivo y no muerto de
esa forma tan trágica. Ahora, cada que paso por esa casa, siento el vacío que
nos dejó Miguel.
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