viernes, 28 de octubre de 2016

¿Dónde están los niños?

Por: Gladys Zamudio Tobar
Siempre quise averiguar exactamente dónde era la casa de Miguel. Tenía un lejano recuerdo cuando todo este barrio, Caldas, era un mangón; solamente lo habitaban árboles y lo atravesaba el río Puente Palma que ahora está lleno de aguas residuales.
Hace pocos días me senté en una tienda, cercana al lugar donde vivía 50 años atrás mi amigo. Éramos muy chicos; estábamos en la educación primaria. Mientras observaba el sitio, pedí una cerveza. Eran aproximadamente las 8 de la noche e intentaba organizar mentalmente los espacios. Quería volver a ver a Miguel.
Cuando bebía la segunda cerveza, entró un hombre delgado, medía más o menos 1,90 de altura, un poco desgarbado, con una mirada intensa y nariz prominente; tenía grasa en su vestuario y, pese a ello, conservaba una elegancia que quedó grabada en sus gestos y posturas. Tal vez dejó atrás una vida llena de abundancia y comodidad.
El hombre se sentó y cruzó sus largas piernas; bebió el primer sorbo y me saludó. Me dijo ¡buenas, vecino! Por supuesto, yo le respondí y esto dio apertura a una charla de dos horas aproximadamente. En medio de las múltiples anécdotas e historias de rebeldía de su adolescencia, aproveché para preguntarle si conocía a Miguel y le narré cuánto había trasegado en este barrio cuando apenas había unas casas incrustadas en la mitad del monte. 
Este señor, después de haberme contado toda su vida, efectivamente jugosa, se presentó mi nombre es Alfredo. Al entrar en el calor de la tercera cerveza, le planteé mi inquietud de buscar a Miguel, entonces inició la historia del barrio, los apellidos de las familias, los nombres de los niños con quienes jugaba ¡en fin! Hasta que llegó a la familia Taborda. Ese era el apellido de mi amigo.
¿Qué sabe usted de él? ¿dónde está? Le pregunté con afán e impaciencia. Alfredo elevó su largo brazo para señalar una casa en la esquina y me dijo usted ve esa casa donde venden fritanga, ahí viven ellos todavía, pero Miguel murió muy joven. Sentí un frío en el cuerpo como si estuviera viendo a mi amigo muerto en ese instante. ¿Cómo así? ¿está seguro? Interrogué, esperando que me dijera que lo había confundido. Nos despedimos al rato, pero me quedó la duda.
Yo tenía unas fotos con Miguel en el colegio. Si era verdad que había muerto, de todas maneras quisiera dárselas a alguien de la familia. Tal vez no las valoraría como yo. Quizá ya no lo recordarían.
Una semana después pasaba por la casa que me había mostrado Alfredo –como lo hago todos los días- pero, al ver a una mujer en la puerta, barriendo detalladamente cada centímetro de su acera, no resistí y me acerqué con la intención de contarle quién era yo y a preguntarle qué había sucedido con Miguel.
La mujer era de unos 50 años, ojos color pardo, su cabello era prieto, tinturado de rubio y su tez trigueña. La saludé y respondió ¡días! sin mirar a quién se había dirigido, tampoco hizo ningún esfuerzo por confirmar de quién se trataba, pero yo, insistente, me acerqué un poco más. Ella levantó la cabeza, me miró con desconfianza y de sus labios salió una voz decidida y un imponente ¡a la orden! Me presenté y le comencé a contar quién era yo y le hablé de mi amistad con Miguel; también le dije que me contaron que él había muerto joven. ¡Muerto no! Él no estaba enfermo. A él lo mataron. Aclaró con un poco de rabia.
Ella era la hermana de Miguel, me contó, y siguió diciendo: muy joven para morir. Miguel no merecía eso. Se enamoró de una muchacha. Estaban enamorados y al papá no le caía bien él. Como ese viejo tenía plata, lo mandó a matar, pero no se pudo demostrar nada. Quedé estupefacto. No podía dejar de mirarla a los ojos. Ella entró en detalles y contó cuánto lo extrañaban esto nunca termina dijo con lágrimas contenidas. La vi tan triste que venían recuerdos de ese niño con el que caminábamos desde el colegio San Bosco, con quien jugaba y a quien le contaba mis travesuras.
Me despedí con algunas lágrimas y le prometí llevarle las fotos donde estábamos. En el camino a casa pensé que hubiese sido mejor haber conservado el recuerdo de mi amigo vivo y no muerto de esa forma tan trágica. Ahora, cada que paso por esa casa, siento el vacío que nos dejó Miguel.